Nota publicada en la edición de marzo de 2014 de El Gráfico

SUAREZ brilló en 1975. Hizo 8 goles en 16 partidos y se ganó el corazón de los hinchas de Temperley.
La relación entre el fútbol argentino y el africano parece destinada a la repetición cíclica de un único acontecimiento: los partidos entre Argentina y Nigeria, una saga que se reeditará el 25 de junio de 2014. La historia es breve, pero intensa: el positivo de Maradona en 1994 –del que se cumplirán 20 años el día del enfrentamiento en Brasil–, los triunfos en los Mundiales 2002 y 2010, las finales olímpicas de 1996 y 2008 y el amistoso de 2011 dirigido por un árbitro corrompido por apuestas clandestinas.

El resto de la conexión con Africa se limita a referencias perdidas. La exaltación de lo anecdótico. La apología de lo exótico. Según el censo del sitio www.futbolistasaxem.com.ar, 1493 futbolistas argentinos trabajan en el exterior. De esa diáspora con pantalones cortos, ninguno juega en un club africano. El último fue Andrés Madrid, ex jugador de Platense que en 2012 pasó como golondrina por Angola. Pero de eso se trata, de una extravagancia.

Lo mismo sucede con el puñado de africanos que jugó en la Argentina. Son tan pocos que se los recuerda entre un velo de simpatía y conmiseración. La mayoría llegó a comienzos de la década del 90, cuando la convertibilidad era útil para este tipo de transferencias y en Europa no regía la Ley Bosman: un zambiano en Argentinos, David Chabala; un sudafricano en Ferro, Doctor Khumalo; un malauí en Newell’s, Ernest Mtwalli; un ghanés en Unión, Nii Lamptey; y dos cameruneses, Alphonse Tchami en Boca y Tobie Mimboe en San Lorenzo. Con el cambio de siglo, el de mayor trayectoria fue Ibrahim Sekagya, el ugandés de Arsenal, pero desde que el nigeriano Félix Orode debutara en San Lorenzo en 2009, no hubo más africanos en Primera.

La otra pata de esta relación marginal son las giras de los clubes argentinos. Maradona y Boca visitaron Costa de Marfil en 1981. Racing viajó dos veces a Africa entre 1989 y 1990. La primera para jugar un amistoso contra el PSV Eindhoven, en Zimbabwe, y la segunda para una expedición de 17 días por Benín, Togo, Costa de Marfil y Burkina Faso. Fue en uno de estos países en los que Carlos Roa se contagió de paludismo, enfermedad provocada por la picadura del mosquito anopheles. Depende de cómo se quiera repasar su historia, Roa tuvo mala suerte: estuvo en peligro de muerte y permaneció un año sin jugar. Pero mejor es pensar que el arquero de Racing –y después de la Selección, titular en el Mundial 98– fue un afortunado.


PELEANDO una pelota entre Gallego y Berta.
El caso anterior de un futbolista argentino apestado por el paludismo en Africa terminó en tragedia. Se llamaba Oscar Jorge Suárez, tenía 23 años y era delantero de Temperley. Su equipo, junto a Talleres de Córdoba, emprendió en enero de 1976 una gira por Zaire. Falleció al volver. Debe ser la muerte más absurda del fútbol argentino y una de las más olvidadas: a Suárez sólo lo recuerdan –y lo canonizan– los viejos hinchas de Temperley.

Aquel Temperley era un buen Temperley. En 1975 había jugado en la A por primera vez en el profesionalismo. En el torneo Nacional, durante el segundo semestre, llegó a la ronda final. Su coqueteo entre los ocho mejores fue una doble revelación: por su falta de historia en la categoría y porque en el Metropolitano –jugado en el semestre inicial– había terminado último. No descendió porque la AFA dispuso que ese año no hubiera pérdidas de categorías.

Pero entre un campeonato y otro, a mitad de 1975, Temperley renovó su plantel. Una de las incorporaciones a préstamo fue la de Suárez, un muchacho que jugaba cada tanto en el Estudiantes de La Plata que dirigía Carlos Bilardo: sumó 21 partidos y 3 goles entre su debut en 1971 y la despedida en el Metro 75. Suárez, alias El Negro, había nacido en San Juan el 19 de abril de 1952. Su historia era la de muchos: en búsqueda de un futuro mejor, a los 10 años se mudó con su familia a una casita de dos piezas en la periferia de Buenos Aires, en la calle Libertad al 1300, una geografía de Quilmes con precariedades y urgencias. Oscar era el antepenúltimo de ocho hermanos, todos obreros de la construcción menos él, que empezó a jugar en las inferiores de Estudiantes. El profesionalismo le servía para llevarles unos pesos a sus padres, no para cambiar su espíritu amateur: Suárez adoptó a su nuevo barrio como una patria personal. Repetía que su sueño era jugar en Quilmes. Sería Temperley, sin embargo, el club que lo convertiría en un mito del bajo fondo del fútbol argentino.

Hay fotos de aquel Nacional 75 con tribunas llenas. Suárez convirtiendo de zurda un gol mítico en la historia de Temperley: el 3-1 a Newell’s, la tarde de fines de noviembre en la que su equipo se clasificó al Octogonal. Suárez forcejeando con futuros campeones del mundo, como Américo Rubén Gallego. Suárez levantando los brazos después de un triunfo en el estadio Alfredo Beranger. Ya en diciembre, en la ronda final del Nacional, le hizo dos goles al River bicampeón 75 de Angel Labruna. También otro a San Lorenzo. Temperley terminó último en el minitorneo, pero las crónicas de El Gráfico realzan los aplausos con los que los hinchas rivales premiaban los toques entre Suárez, Carlos de Marta y Horacio Magalhaes. Suárez completó el semestre, el único en Temperley, con 16 partidos y 8 goles. En enero, el club utilizó la opción de compra y le pagó a Estudiantes 45 millones de pesos de la época, pero sería en vano: Suárez –el joven promisorio, el inminente mártir– ya no volvería a jugar oficialmente. La tragedia llegaría antes de que pudiera debutar en el Metropolitano 76.

Hoy suena extraña una invitación para Temperley desde Zaire –un país que desde 1997 se llama República Democrática del Congo–, pero a finales de 1975 tenía cierta lógica: su hociqueo entre los mejores del Nacional lo justificaba. Lo mismo para Talleres, también clasificado entre los ocho primeros a partir del fútbol con garbo de Daniel Willington, Luis Ludueña, Miguel Angel Oviedo y Luis Galván. La oferta económica fue aceptable y los planteles viajaron juntos. Buenos Aires, Río de Janeiro, Madrid y Kinshasa, el nombre misterioso que evoca al corazón de la Africa negra y, sobre todo, a una pelea mítica que todavía estaba fresca: Muhammad Alí contra George Foreman, 1974, “Rumble in the Jungle” –el rugido en la selva–, el grito congoleño de “Ali bumaye” –Alí mátalo–, aquel delirio inspirado en un capricho del dictador Mobutu.

Los jugadores de Temperley y Talleres se vacunaron antes del viaje. Contra la fiebre amarilla, el tifus y la viruela. Pero no contra el paludismo –también llamado malaria–: todavía hoy no existen vacunas que prevengan esa enfermedad. Sí había –y hay– pastillas para la profilaxis del contagio, pero el club las consiguió sobre la marcha, casi en el momento de subir al avión, cuando ingerirlas ya no implicaba ninguna acción protectora –deben tomarse tres semanas antes–. Lo que se reforzó fue la compra de repelentes. Una vez en Zaire, el médico de Temperley, Guillermo Beccari, les insistió a los jugadores en su aplicación. Debían evitar la picadura de mosquitos. Y si advertían que eso sucedía, o al mínimo síntoma de fiebre o diarrea, debían avisarle. Al margen del paludismo, también había otras medidas. Nadie podía tomar agua de la canilla. Sólo embotellada.

El enviado de El Gráfico a la gira, Diego Acosta, entabló una particular relación con Suárez. El pibe, simpático y respetuoso, le repetía que estaba en un sueño.

“Estoy loco de contento. Este es mi primer viaje al exterior. Es una verdadera aventura para mí. Me parece mentira estar en Zaire, después de haber nacido en San Juan y vivir en Quilmes”, decía aquella promesa del fútbol argentino.


CONVIRTIENDO un gol en la victoria de Temperley sobre Newell's por 3-1.
El periodista reparó en la determinación de Suárez por no tomar agua corriente. Aunque lo positivo –festejaba el delantero– es que esa negativa le abría nuevas variantes: “Me parece mentira que no podamos tomar agua. Pero al final es mejor, así tomamos gaseosas o esta cerveza tan rara. Me contaron que esta se hace con la mezcla de la blanca y la negra. Pero caliente como está es una cosa de locos… aunque siempre será menos peligrosa que tomar agua”, se aliviaba el Negro.

Un día el cronista llegó tarde al restaurante y Suárez le convidó algunas de las seis bananas que conformaban su almuerzo. Más allá de la generosidad del pibe, es un detalle –el de las bananas– que no hablaría de cierto confort en la estadía de los futbolistas. También hay fotos en las que se ve al plantel de Talleres empujando al colectivo –atascado en un camino– que lo debía trasladar al entrenamiento. Pero dejando de lado estos dos hechos puntuales, todas las crónicas –y las declaraciones de los protagonistas– coinciden en que las condiciones de la gira eran tolerables. Los jugadores comían en restaurantes de estilo francés –una dieta basada en carne y verduras– y el hotel en el que se alojaban, La Rigole, estaba en una zona residencial de Kinshasa. Con un detalle: no funcionaba el aire acondicionado de las habitaciones. Pero entonces pareció eso, más una irrelevancia propia de un país emergente que una falencia que desencadenaría la tragedia: los mosquitos le escapan al frío. Más tarde, a la hora de buscar el porqué de la desdicha, todos repararían y maldecirían ese pormenor.

Temperley jugó cuatro partidos en Africa. Los dos primeros fueron amistosos independientes: perdió 2-1 ante CS Imana y 4-1 contra la selección de Zaire, que dos años atrás había jugado el Mundial de Alemania. Los últimos dos fueron por el cuadrangular Copa de Zaire: volvió a perder, esta vez 3-2 contra Talleres, y rescató un empate 2-2 contra AS Vita –máximo ganador de la liga de su país, y campeón en 1973 de la Copa Africana de Clubes–. Hasta ahí todo normal dentro de la anormalidad. Lo inusitado de una aventura en la selva. Le siguió el regreso vía Johannesburgo, Río de Janeiro, San Pablo, Porto Alegre y, el 6 de febrero de 1976, Buenos Aires. Ya de vuelta en un país que se incendiaba –faltaban semanas para el golpe de Estado del 24 de marzo–, Suárez aprovechó para descansar con su familia en Mar del Plata. Más que vacaciones, fueron un recreo: a los tres días, el Negro se reincorporó a los entrenamientos de Temperley. El Metropolitano 76 arrancaría el domingo 15 de febrero. Pero en el entrenamiento previo al debut, el viernes 13, Suárez no apareció. Había comenzado su agonía.

Desde entonces, se generó un cortocircuito con el club que nunca fue aclarado. Suárez, postrado en su casa, sintió debilidad. Náuseas. Mareos. Y fiebre: tuvo picos de hasta 40 grados. Sus familiares llamaron a Temperley para que el médico fuera a atenderlo, pero nadie acudió en su ayuda ni ese día ni el siguiente. El pibe parecía abandonado. Al borde de la desesperación, dos de sus hermanos fueron el domingo a la cancha, el día en que Temperley jugó la primera fecha contra Gimnasia –y sin Suárez, perdió 3-2– para reclamar atención. Después del partido, Beccari –el médico del plantel– visitó la casa del 9 y le recomendó que se hiciera un análisis en el laboratorio del hospital Gandulfo de Lomas de Zamora, pero decidió que todavía no sería internado. Nadie hablaba todavía de paludismo. El diagnóstico inicial era hepatitis virósica.

Quien a las pocas horas, el lunes 16, pasó a ocupar una cama del Gandulfo fue otro de los futbolistas de Temperley que había participado en la gira, el mendocino Benito Valencia –compañero de ataque–. Suárez siguió empeorando e ingresó el martes en el mismo hospital. Los dos por paludismo. A esa altura, en Córdoba, también por malaria eran internados el futbolista de Talleres, Miguel Oviedo –campeón del mundo en 1978–, y el utilero Adán Onoren. Otro jugador, Francisco Rivadero, preocupó a todos porque estuvo 24 horas con fiebre, pero no pasó de eso. La gira parecía maldita. Una vez detectada la enfermedad, los hermanos de Suárez corrieron en búsqueda de un remedio llamado Resochen. No lo consiguieron. Más tarde compraron Paludrine, pero sería tarde.


EL DOLOR de amigos y familiares en su velatorio.
Mientras Valencia, Oviedo y Onoren, el primero en Lomas de Zamora y los otros dos en Córdoba, se recuperaron a los pocos días, Suárez fue empeorando. Las enfermeras lo recuerdan como un muchacho nervioso, excitado, dolorido y quejoso. El miércoles 18 de febrero Temperley jugó su segundo partido en el Metro, y la ausencia de Suárez volvió a ser un yunque: Unión le ganó 2 a 0 a en Santa Fe. Algunos periodistas se enteraron de la enfermedad del joven y lo visitaron en el Gandulfo. Allí fue cuando Suárez recordó la ausencia del aire acondicionado en el hotel de Kinshasa. “A lo mejor los mosquitos me picaron ahí”, dijo.

Murió a la tarde siguiente, la del jueves 19 de febrero de 1976. Su historia se sumó a la lista de un club que parece perseguido por el hado de las desgracias. Seis veranos atrás, el 6 de febrero de 1970, los jugadores de Temperley –entonces en la B– viajaban a Mar del Plata para jugar un amistoso contra Kimberley como preliminar de Boca-Racing. Nunca llegaron: lluvia, choque en la ruta 2 a la altura de Lezama y muerte de dos futbolistas, José Luis Aguirre y Hugo Hasper. Más atrás en el tiempo, el extraño asesinato del dirigente más decisivo en la historia del club, Beranger. Y ya en tiempos modernos, la quiebra y los malditos años entre 1991 y 1993 con el club cerrado y el equipo sin salir a la cancha.

Suárez jugó pocos partidos en Temperley. Sólo 16. Pero los requisitos para ser leyenda en la porción celeste del Gran Buenos Aires -cierto éxito, desaparición temprana— ya estaban cumplidos.

Por: Andres Burgos Fotos: Archivo El Gráfco